miércoles, 8 de febrero de 2017

Las terapias de tercera generación.

Recoge la filosofía de vida que ha sido promulgada por numerosos estudiosos del ser humano mucho antes de que conociéramos la procedencia del autoconocimiento, y de sus pros y contras. La experiencia de la dimensión sufrimiento-placer ha sido históricamente aceptada como parte intrínseca de la vida desde diferentes tradiciones religiosas así como por diferentes antropólogos, médicos, filósofos y literatos.
 La experiencia muestra que el sufrimiento y el placer están en la misma dimensión, o dicho de otro modo, que son los dos lados de una misma moneda. Uno no puede ir sin el otro, lo que significa que es inevitable tener la posibilidad de disfrutar (por ejemplo, al recordar cosas placenteras), sin que ello lleve parejo la posibilidad, antes o después, de recordar situaciones que traigan al presente sensaciones negativas. La dimensión sufrimiento-placer, que sustenta el reforzamiento positivo y el negativo, se amplía en sus posibilidades cuando los organismos llegan a ser verbales.
La experiencia que todos compartimos –de un modo u otro y en mayor o menor grado- es que buscamos el placer, el bienestar, y también alejarnos del dolor y del malestar (en suma del castigo, de la muerte). Compartimos que nuestras acciones no ocurren sin más, sino que se encaminan hacia algo y que ese algo puede estar enmarcado bien sólo en lo más básico (placer y eliminación del dolor inmediatos) o bien en “algo” más relevante que impregne simbólicamente cada acto que llevamos a cabo. Por ejemplo, acciones preñadas por la honestidad, el respeto hacia otros, la fidelidad, el conocimiento, y por un sentimiento de cierta trascendencia. Este repertorio conforma parte del auto-conocimiento del que sólo el ser verbal disfruta pero también el que le condiciona a sufrir más que si no dispusiera del mismo. Es también importante asumir que no tiene vuelta atrás; que una vez que hemos aprendido a comportarnos verbalmente, nuestro funcionamiento queda enmarcado bajo las funciones que cada momento demande según la regulación que proviene de nuestra propia historia (lógicamente eso no significa que no podamos cambiar el modo de proceder). Teniendo en cuenta estas características que definen la condición humana, se entiende que los mensajes e ideas que se promueven en las comunidades “avanzadas” como las formas de vida “correctas”, pueden ser contraproducentes. Las reglas que se ofrecen “inocentemente” son fórmulas para vivir que nos dicen: “no a la angustia, no a los recuerdos penosos, no a la tristeza, a la baja autoestima, no al dolor, etc., son barreras para vivir”. Lo que aconsejan esas fórmulas es “evita tanto como puedas toda esa miseria, apártala de tu vida en cuanto aparezca”, “busca el placer inmediato y elimina rápidamente el menor signo de malestar”. Y en esa lógica, los medios, y con frecuencia, los profesionales, proporcionan diversos remedios, como todo tipo de terapias psicológicas y tratamientos farmacológicos que, pretendiendo ser una solución, pueden acabar convirtiéndose en un mal remedio para vivir de un modo equilibrado y satisfactorio. La lógica predominante del “todos contra el malestar y el dolor” y el funcionamiento acorde a ella, son difíciles de alterar en tanto que poderosos sectores económicos y sociales y lo que “la gente quiere de inmediato” se ajustan perfectamente, como dos piezas de un puzzle. El problema surge a la larga, cuando esas dos piezas no encajan con otra, más importante: lo que la persona valora realmente en su vida.
Este tipo de máximas coincide con las concepciones que están a la base de la mayoría de los trastornos psicológicos y de las terapias de segunda generación. En este sentido, la lógica que subyace a los modelos psicológicos y psiquiátricos sobre la “enfermedad y la salud mental”, establecida culturalmente en las sociedades desarrolladas, resulta radicalmente contraria a abordar y afrontar el hecho de la condición humana en toda su extensión. De hecho, las máximas que se ofrecen para vivir van en contra de la condición humana y, si el individuo aprende a comportarse de acuerdo a ellas, entonces ocurre que por vivir, no se vivirá, sino que se quedará atrapado en un funcionamiento “lógico” de acuerdo a lo construido socialmente (“el sufrimiento es malo, entonces actúo para quitarme el sufrimiento”…), pero, a la larga, alejado de lo importante y, consecuentemente, con “menos vida y más sufrimiento”. El conocimiento de este funcionamiento paradójico no es novedoso. Sin embargo, es al hilo de la variadas trayectorias de la investigación en conducta verbal cuando se han empezado a desbrozar los resortes del hecho de ser verbal, y con ello a aportar explicaciones de aquello que nuestros mayores conocían muy bien, y que contempla filosofías de vida fructíferas. Los porqués de este funcionamiento que atrapa a la persona se ubican en las características que compartimos los seres humanos con repertorio verbal/relacional y las reglas de la cultura en la que dichos repertorios se desarrollan. Las investigaciones en este ámbito han permitido la gestación de una teoría funcional del lenguaje y la cognición.
LA CULTURA, EL LENGUAJE Y LA EVITACIÓN EXPERIENCIAL DESTRUCTIVA
Ya se ha apuntado que producto de los avances de la ciencia y la tecnología, los poderes económico-políticos ofrecen un tipo de vida donde parece que no caben el malestar y el dolor. El significado del bienestar es disfrutar de inmediato, cuanto más mejor, sin dificultades ni contratiempos, sin que, paralelamente –y éste es el gran problema- se generen las condiciones para una actuación con la responsabilidad de objetivos a largo plazo y que trascienden a uno mismo. En resumen, priman lo más básico e individual y se demoniza el dolor como algo ANORMAL –por contra, natural en el ser verbal-. Hemos indicado que el ser humano no puede escapar a su condición verbal, y eso significa que, al igual que podemos recordar situaciones pasadas –o imaginarnos situaciones futuras- que vengan cargadas de emociones positivas, también ocurre que sin que se desee, recordamos o imaginamos situaciones que producen malestar. Ser verbal implica establecer comparaciones, vernos y ver las cosas lejos o cerca, situar los eventos en el antes, en el ahora y en el después, implica dar explicaciones y regularnos por ellas. Implica que podamos vernos como un todo psicológico pero a la par distanciarnos de nuestros eventos cognitivos sin caer en la literalidad de sus contenidos, implica poder construir direcciones de valor para nuestra vida, etcétera. En suma, el auto-conocimiento es la posibilidad de aprender a ser consciente de todo esto y, a veces, la regulación que resulta no es necesariamente ajustada a las consecuencias reforzantes que nos mantienen. Por ejemplo, podemos aprender a quedar atrapados por la literalidad de las funciones verbales, a quedar perdidos en ellas y así a no estar presentes y conscientes de todo ello en el aquí y ahora, con lo que nuestros valores demandarían que se hiciera. Quedar atrapado con frecuencia por las funciones verbales de los eventos, significa actuar en trayectorias dispersas y proclives a generar trastornos psicológicos. Consecuentemente, la verdadera naturaleza de la condición humana es su condición verbal, sin duda, en el marco de la cultura en la que se forma y desarrolla la persona. Así, cuando “SENTIRSE BIEN SIEMPRE” es el objetivo primordial (el elemento clave y central para poder vivir de un modo valioso), y en tanto que las trampas del lenguaje están presentes inevitablemente por derivación (esto es, dadas ciertas claves relevantes según la historia de la persona, tendrán lugar pensamientos, recuerdos y sensaciones con funciones aversivas y positivas), entonces estarán dadas las condiciones para que la persona se comporte con el fin de reducir o cambiar los eventos privados, como un objetivo necesario para poder vivir.
Esta búsqueda persistente de eventos privados positivos, o de control de los negativos, para poder vivir es una trampa fundamental ya que, aunque la derivación de pensamientos y funciones múltiples es inevitable, lo que sí es evitable es comportarse para controlar lo que no se puede controlar. Consecuentemente, cuando los réditos de esa estrategia son un incremento y extensión del malestar, y una reducción de la capacidad de vivir plenamente; es entonces cuando la persona está en una espiral paradójica. Ese modo de funcionamiento es la evitación experiencial destructiva. El Trastorno de Evitación Experiencial (TEE) (Hayes, Wilson, Gifford, Follete y Strosahl, 1996; Luciano y Hayes, 2001) es un patrón inflexible que consiste en que para poder vivir se actúa bajo la necesidad de controlar y/o evitar la presencia de pensamientos, recuerdos, sensaciones y otros eventos privados. Ese patrón inflexible está formado por numerosas respuestas con la misma función: controlar el malestar y los eventos privados así como las circunstancias que los generan. La necesidad permanente de eludir el malestar y la de tener placer inmediato para vivir obligan a la persona a actuar de un modo que, paradójicamente, no le deja vivir. El problema es que tales actuaciones proporcionan un relativo alivio inmediato en ocasiones, pero provocan un efecto boomerang (o sea, el malestar vuelve a estar presente, a veces más intenso y extendido, y el alivio es breve). Esto “obliga” a no parar en el intento por hacer desaparecer el malestar, que a su vez, va a estar cada vez más y más presente por dicho efecto boomerang. Al final los días se reducen a hacer cosas para que desaparezca el malestar, y el resultado es un abandono de las acciones en direcciones valiosas. La evitación experiencial inflexible es un componente central en numerosos trastornos de los diferenciados en los sistemas de clasificación al uso. Se ha detectado el TEE en los trastornos afectivos, en ansiedad, en las adicciones, en la anorexia y la bulimia, en los trastornos del control de impulsos, en los síntomas psicóticos, en el estrés postraumático y en el afrontamiento de enfermedades, y en los procesos en los que el dolor juega un papel esencial.
 La evitación experiencial es concebida como una dimensión funcional que sirve de base a numerosos trastornos y es un modo radicalmente diferente de presentar y entender los trastornos psicológicos o mentales; de entender la psicopatología desde una perspectiva genuinamente psicológica, muy distante de las aproximaciones reduccionistas, en particular, las biologicistas. Desde la TMR, habría varios contextos verbales definiendo el TEE: el contexto de la Literalidad, el de la Evaluación, el Dar Razones o Explicar, y el contexto del Control (Hayes et al., 1996; Luciano, Rodríguez y Gutiérrez, 2004). El contexto de la Literalidad es un producto ineludible del comportamiento verbal e implica responder a un evento en términos de otro en virtud de las propiedades del repertorio relacional (los vínculos mutuos y combinatorios y la transformación de funciones). El contexto verbal de la Evaluación es la tendencia a evaluar casi todo, y debido a la literalidad, a no distinguir entre las propiedades intrínsecas de un evento (“estoy triste”) y sus propiedades arbitrarias establecidas socialmente (“estar triste es malo”). Implica la dificultad para diferenciar las dimensiones del yo, construidas socialmente en el desarrollo, de modo que, sin diferenciar el yo que sirve de contexto a todos los pensamientos, sólo se actúa fusionado a las propiedades verbales de dichos pensamientos. 
 La regulación de la evitación experiencial que el paciente lleva a consulta, es tratada en las terapias de segunda generación –incluidas las farmacológicas siguiendo la misma lógica: tratar de reducir directamente el malestar y cualquier otro evento privado con esas características (por ejemplo, cambiar los pensamientos irracionales por racionales, reducir el temor a lo que fuera, la tristeza, el desaliento, los recuerdos y sensaciones de malestar, las voces, subir la autoestima, etc.). Las soluciones diseminadas para este fin coinciden en conceder un valor causal “mecánico” al contenido cognitivo y los esquemas, resultando que el foco de actuación va dirigido al cambio directo de tal contenido. La aproximación terapéutica al TEE, centrada en el análisis de los contextos verbales que sustentan la evitación experiencial destructiva, es radicalmente diferente.

Anaís Martínez Jimeno.

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