domingo, 5 de febrero de 2017

¿Por qué surgen las terapias de tercera generación y qué son?

En el abanico de opciones terapéuticas para afrontar los trastornos psicológicos, la psicología diferencia las terapias con un cierto valor científico, de otras que aunque populares, no reúnen esas características.
Recientemente, Hayes (2004) ha diferenciado tres generaciones de terapias.
La primera generación:
Se refiere a la terapia de conducta clásica apoyada en el cambio directo del comportamiento mediante el manejo de contingencias, con técnicas fundamentadas en la investigación básica sobre el manejo de las contingencias. A pesar del avance trascendental que supuso el elenco de procedimientos y éxitos conseguidos – actualmente vigentes-, no fue eficaz para el tratamiento de ciertos problemas que cursaban los adultos. Se alentó la necesidad de centrarse sobre la dimensión cognitiva y se formalizaron las aproximaciones clínicas que conocemos como terapias cognitivo-conductuales.
La segunda generación:
Éstas conforman la segunda generación de terapias, que asumieron las técnicas centradas en el cambio por contingencias pero otorgando un papel primordial a los eventos cognitivos como eje causal y mecánico del comportamiento. Postulan su tratamiento directo para poder modificar el comportamiento del paciente. Estas terapias han resultado exitosas pero presentan importantes limitaciones. El problema principal es que la explicación y los modos de alteración que ofrecen de los problemas son funcionalmente equivalentes a los establecidos culturalmente, aunque se presenten con ropajes especiales. Sin embargo, no han proporcionado, hasta la fecha, una base experimental sobre la formación, derivación y alteración de los eventos privados, ni de las condiciones en las que se establecen y cambian las relaciones entre los eventos cognitivos y las acciones, ni las bases experimentales sobre las que se fundamentan la mayoría de los métodos clínicos. A pesar de estos agujeros negros en el conocimiento básico sobre el funcionamiento psicológico, lo cierto es que la terapia cognitivo-conductual goza de buena salud siendo la terapia que más créditos ha cosechado en el ámbito de los tratamientos psicológicos con adultos. Este entendimiento estándar ampliamente diseminado sobre el funcionamiento del ser humano por las terapias de segunda generación -y compartido por las terapias farmacológicas- implica que las acciones de la persona están reguladas por sus pensamientos y emociones, de modo que para cambiar el funcionamiento ineficaz se ha de controlar de algún modo aquello que genere malestar, y el malestar mismo. Por ello, las terapias de segunda generación van dirigidas al cambio de los eventos cognitivos como un medio para alterar las acciones de la persona que presenta trastornos psicológicos. Entre las limitaciones de estas terapias, destaca que se desconocen sus principios activos o lo que es igual, cuando producen cambios significativos no se sabe qué lo causó ni por qué. La efectividad de estas terapias se ha relacionado más con sus componentes conductuales que con los cognitivos, lo que implica una contradicción con sus presupuestos, y, a la vez, un desconocimiento del papel real que tiene la intervención directa sobre los eventos cognitivos. Continúan abiertos numerosos interrogantes sobre las condiciones en las que resultan efectivas, y al contrario, cuándo y por qué no lo son. La emergencia de las terapias agrupadas en la tercera generación (Hayes, 2004), ocurrió por numerosas razones. (a) El desconocimiento sobre por qué funciona o fracasa la terapia cognitiva; (b) la existencia de concepciones radicalmente funcionales del comportamiento humano; y (c) la curva acelerada de investigaciones básicas en lenguaje y cognición desde una perspectiva funcional.
Esto supuso una oportunidad para agrupar modos de hacer, muchos de ellos tomados de las terapias “no científicas”, y para confeccionar nuevos métodos.
La tercera generación:
Representa un salto cualitativo porque las técnicas que engloba están orientadas, no a la evitación/reducción de síntomas, sino a que la persona actúe con la responsabilidad de la elección personal y la aceptación de los eventos privados que conlleve ese proceder.
Entre estas terapias figuran la Terapia Dialéctica de Linehan (1993), la Psicoterapia Analítica Funcional de Kohlenberg y Tsai (1991), la Terapia Integral de Pareja de Jacobson, Christensen, Prince, Cordova y Eldridge (2000), la Terapia basada en la Toma de Conciencia/Ser consciente de Segal, Williams y Teasdale (2002), y la Terapia de Aceptación y Compromiso de Hayes, Stroshal y Wilson (1999). Todas estas terapias apuestan –y es fundamental la diferencia por un cambio de diferente nivel al que proponen las terapias previas. No se centran en la eliminación de los síntomas cognitivos para así alterar la conducta del paciente, sino que se orientan a la alteración de su función a través de la alteración del contexto en el que estos síntomas cognitivos resultan problemáticos. En su conjunto estas terapias conectan con algunas otras consideradas no-científicas, por ejemplo, las terapias de corte existencial y experiencial (véase Pérez-Álvarez, 2001). ACT es la más completa de estas nuevas terapias contextuales y en ella nos centraremos en el próximo artículo. Sus características son: (1) parte de un marco global de referencia sobre las ventajas y desventajas de la condición humana, (2) mantiene una filosofía contextual-funcional, (3) es coherente con un modelo funcional sobre la cognición y el lenguaje (la Teoría del Marco Relacional), y (4) sustenta una perspectiva nueva de la psicopatología en la que resulta central el concepto funcional de evitación experiencial destructiva. Desde esta nueva perspectiva, se entiende que la conexión entre investigación básica, psicopatología, y métodos clínicos es esencial para progresar en la prevención y la alteración de los trastornos psicológicos.

Anaís Martínez Jimeno.

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