En el abanico de opciones terapéuticas para
afrontar los trastornos psicológicos, la psicología
diferencia las terapias con un cierto valor científico,
de otras que aunque populares, no reúnen esas características.
Recientemente, Hayes (2004) ha
diferenciado tres generaciones de terapias.
La primera
generación:
Se refiere a la terapia de conducta clásica
apoyada en el cambio directo del comportamiento mediante
el manejo de contingencias, con técnicas fundamentadas
en la investigación básica sobre el manejo de
las contingencias. A pesar del avance trascendental que
supuso el elenco de procedimientos y éxitos conseguidos
– actualmente vigentes-, no fue eficaz para el tratamiento de ciertos problemas que cursaban los adultos. Se
alentó la necesidad de centrarse sobre la dimensión cognitiva
y se formalizaron las aproximaciones clínicas que
conocemos como terapias cognitivo-conductuales.
La segunda generación:
Éstas
conforman la segunda generación de terapias, que asumieron
las técnicas centradas en el cambio por contingencias
pero otorgando un papel primordial a los
eventos cognitivos como eje causal y mecánico del comportamiento.
Postulan su tratamiento directo para poder
modificar el comportamiento del paciente. Estas terapias
han resultado exitosas pero presentan importantes limitaciones.
El problema principal es que la explicación y los
modos de alteración que ofrecen de los problemas son
funcionalmente equivalentes a los establecidos culturalmente,
aunque se presenten con ropajes especiales. Sin
embargo, no han proporcionado, hasta la fecha, una
base experimental sobre la formación, derivación y alteración
de los eventos privados, ni de las condiciones en
las que se establecen y cambian las relaciones entre los
eventos cognitivos y las acciones, ni las bases experimentales
sobre las que se fundamentan la mayoría de
los métodos clínicos. A pesar de estos agujeros negros en el conocimiento básico sobre el funcionamiento psicológico,
lo cierto es que la terapia cognitivo-conductual
goza de buena salud siendo la terapia que más créditos
ha cosechado en el ámbito de los tratamientos psicológicos
con adultos. Este entendimiento estándar ampliamente
diseminado sobre el funcionamiento del ser humano
por las terapias de segunda generación -y compartido por
las terapias farmacológicas- implica que las acciones de
la persona están reguladas por sus pensamientos y emociones,
de modo que para cambiar el funcionamiento ineficaz
se ha de controlar de algún modo aquello que
genere malestar, y el malestar mismo. Por ello, las terapias
de segunda generación van dirigidas al cambio de
los eventos cognitivos como un medio para alterar las acciones
de la persona que presenta trastornos psicológicos.
Entre las limitaciones de estas terapias, destaca que se
desconocen sus principios activos o lo que es igual, cuando
producen cambios significativos no se sabe qué lo causó
ni por qué. La efectividad de estas terapias se ha
relacionado más con sus componentes conductuales que
con los cognitivos, lo que implica una contradicción con
sus presupuestos, y, a la vez, un desconocimiento del papel
real que tiene la intervención directa sobre los eventos
cognitivos. Continúan abiertos numerosos interrogantes
sobre las condiciones en las que resultan efectivas, y al
contrario, cuándo y por qué no lo son.
La emergencia de las terapias agrupadas en la tercera
generación (Hayes, 2004), ocurrió por numerosas razones.
(a) El desconocimiento sobre por qué funciona o fracasa
la terapia cognitiva; (b) la existencia de
concepciones radicalmente funcionales del comportamiento
humano; y (c) la curva acelerada de investigaciones básicas en lenguaje y cognición desde una perspectiva
funcional.
Esto supuso una oportunidad para agrupar modos
de hacer, muchos de ellos tomados de las terapias
“no científicas”, y para confeccionar nuevos métodos.
La tercera generación:
Representa un salto
cualitativo porque las técnicas que engloba están orientadas,
no a la evitación/reducción de síntomas, sino a
que la persona actúe con la responsabilidad de la elección
personal y la aceptación de los eventos privados
que conlleve ese proceder.
Entre estas terapias figuran la
Terapia Dialéctica de Linehan (1993), la Psicoterapia
Analítica Funcional de Kohlenberg y Tsai (1991), la Terapia
Integral de Pareja de Jacobson, Christensen, Prince,
Cordova y Eldridge (2000), la Terapia basada en la
Toma de Conciencia/Ser consciente de Segal, Williams
y Teasdale (2002), y la Terapia de Aceptación y Compromiso
de Hayes, Stroshal y Wilson (1999). Todas estas
terapias apuestan –y es fundamental la diferencia por
un cambio de diferente nivel al que proponen las terapias
previas. No se centran en la eliminación de los
síntomas cognitivos para así alterar la conducta del paciente,
sino que se orientan a la alteración de su función
a través de la alteración del contexto en el que estos síntomas
cognitivos resultan problemáticos.
En su conjunto estas terapias conectan con algunas
otras consideradas no-científicas, por ejemplo, las terapias
de corte existencial y experiencial (véase Pérez-Álvarez,
2001). ACT es la más completa de estas nuevas
terapias contextuales y en ella nos centraremos en el próximo artículo. Sus características
son: (1) parte de un marco global de referencia
sobre las ventajas y desventajas de la condición
humana, (2) mantiene una filosofía contextual-funcional,
(3) es coherente con un modelo funcional sobre la cognición
y el lenguaje (la Teoría del Marco Relacional), y (4)
sustenta una perspectiva nueva de la psicopatología en
la que resulta central el concepto funcional de evitación
experiencial destructiva. Desde esta nueva perspectiva,
se entiende que la conexión entre investigación básica,
psicopatología, y métodos clínicos es esencial para progresar
en la prevención y la alteración de los trastornos
psicológicos.
Anaís Martínez Jimeno.
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